El Evangelista

El evangelista

Cuando apenas yo estaba comenzando, allá por el año 95, le pedí a través de un amigo en común que viniese a hacer la oración de apertura al estadio Obras. Era una locura tan solo pensarlo, salvando las distancias, era como pretender que Maradona viniera a hacer un par de jueguitos en mi cumpleaños, de onda. Pero el vino, como un señor, impecablemente trajeado, llegó y preguntó: “¿quién es Dante Gebel?, gusto de conocerte”, y subió a orar. Luego, me escuchó predicar con detenimiento, como si hubiese cabido la posibilidad que pudiera aprender algo de ese predicador novato y nervioso. Luego, volvimos a hablar muchas veces. Sin secretarias, sin mediadores, sin conmutador. Toda una excentricidad, para los tiempos en que se viven, pero a el, siempre se llega directo. Me pregunto como hace para administrar el tiempo.
“Veníte a la oficina a charlar un rato”, me dijo una vez, y llegué antes que colgara el teléfono. “Oportunidades así, no se dan todos los días”, pensaba. Pero se siguieron dando. En el 97 fue a River, he hizo otra oración inolvidable.
Un día estaba en las Islas Canarias, España, y el llegaba por la mañana, después del exhaustivo viaje nocturno. “Dice que quiere almorzar con vos”, me dijeron. Y ahí estaba, otra vez, cansado por el viaje agotador, pero me preguntaba cómo marchaba el ministerio y me daba consejos de cómo mejorarlo.
Un par de veces me invitó a sus campañas para que le hable a la juventud, y una vez, bajo una lluvia torrencial, terminé ayudándole a ajustar las cuerdas de la carpa. La gente que cantaba no sospechaba que debajo del piloto y metido en esas botas, estaba el mismo evangelista que les predicaría en media hora. “Es que si no lo hago yo…”, decía, empapado hasta los huesos.
Anoche estuve en una de sus campañas, y lo sentí predicar con la misma pasión que hace veinte años. Su sencillez es abrumadora, su voz difónica inconfundible me transporta a un montón de recuerdos que marcaron mi vida. Conocí verdaderamente al Señor a través de su ministerio (y a mi esposa, que era una de sus ujieres). Es un hombre que está de vuelta, mejor dicho, siempre lo estuvo. Si algo edifica al Cuerpo de Cristo, el lo apoya. Si alguien está predicando, el dice que hay que apoyar, como sea.
Los pastores lo respetan como a ningún otro líder, y la gente lo ama indistintamente de la denominación. Predica del mismo modo sencillo que lo hizo siempre, pero hay autoridad en lo que dice, peso en cada palabra. Sus hijos lo admiran y trabajan a la par. Casi treinta mil personas lo escuchan boquiabiertos en el estadio de Morón, Buenos Aires. Unos minutos antes de subir al escenario me confirma que va a estar otra vez en River, en Diciembre, y me pregunta cómo marchan mis cosas. Su sonrisa franca me hace distender, a pesar que lo respeto y lo admiro como millones de cristianos en todo el país.
Me pregunté cómo podríamos hacer para parecernos un poco, digo, si acaso se nos permite el derecho de querer imitarlo, como decía el apóstol.
Podría escribir sobre cualquier otra cosa, pero anoche volví a sentir aquella mística. Fue una de esas noches de calor, donde todo el barrio estaba conmocionado, y viendo tantos celos y tanta torpeza desmedida en algunos ministerios, tuve ganas de honrar tanta sencillez, aunque sea en estas humildes líneas. Obviamente, todo el mundo sabe lo que acabo de decir. Si integridad impecable, su testimonio intachable y su trayectoria son brillantes. Y anoche, cuando volví de la campaña, le dije al Señor que nos ayudara, a toda esta generación, a ser un poquito como el. En una de esas, a lo mejor, terminamos pareciéndonos más a Jesús.
Carlos Annacondia, nunca cambies.

Autor: Dante Gebel
Editorial de Edición G

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