La cruz de Jesús: un puente hacia la Vida Eterna

La cruz de Jesús: un puente hacia la Vida Eterna

Por: Luis Caccia Guerra para www.destellodesugloria.org

la cruz un puente

«Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios».

(I Corintios 1:18)

La cruz de Jesús

Rechazada y censurada por unos, venerada por otros.

Objeto de crueles burlas. También de fervorosa devoción religiosa.

Piercing, tatoo, accesorio de moda. Símbolo de terror y muerte.

Icono del acto de amor más grande de todos los tiempos. Sólo un instrumento de suplicio y muerte, para incrédulos.

Más allá de los credos, de convicciones religiosas, inclusive de la fe misma -o de la ausencia de ella- la cruz de Jesús hoy más que nunca genera polaridades y controversias.

Han transcurrido 2000 años de aquella negra tarde del mes de Nisán, en la que Nuestro Amado Señor Jesús fue levantado en una cruz. Suspendido entre el cielo y la tierra. Objeto del más cruel e injusto despropósito jurídico maquinado por hombre alguno en la historia de la humanidad, moría el único inocente -el que no conoció pecado- en propiciación por la multitud de las maldades de todos nosotros (II Corintios 5:21).

«¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová? Subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.»

Isaias 53:1-6

Para los soldados romanos, uno más de entre centenares de ejecutados. Sin embargo, la gran mayoría de ellos, lejos estuvo de imaginarse en aquel entonces, la superlativa trascendencia que el evento representaba para la historia pasada, presente y por venir de la humanidad entera.

Intensa agonía

El estado físico y emocional de Jesús ya estaba considerablemente comprometido. No nos olvidemos que todo lo estaba viviendo en su más absoluta humanidad, ello sin pasar por alto su naturaleza divina.

«Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lucas 22:44).

Un artículo publicado en la revista de medicina científica «Journal of American Medical Association» en 1986 denomina a esta rara sintomatología «hematohidrosis». Sostiene que bajo extrema presión emocional, en ciertos individuos puede producirse la ruptura de algunos vasos capilares que llegan a las glándulas sudoríparas. Esto habría provocado la transpiración sanguinolenta de Jesús.

En estas condiciones, permaneció en agonía por un espacio mínimo de entre dos y tres horas, hasta su arresto y traslado a la residencia del Sumo Sacerdote donde quedó detenido hasta el amanecer. La misma se hallaba en el mismo vecindario de la casa donde se había celebrado la cena, por lo que Jesús debió recorrer esa noche varios kilómetros a pie.

Juicio y sentencia

Sin duda es sorprendente la celeridad con que se llevó a cabo el juicio de Jesús. En la noche había estado ante el Sumo Sacerdote de turno. El Sanedrín ratificó la sentencia al amanecer, luego fue llevado ante Pilato, más tarde a Herodes y nuevamente a Pilato en la fortaleza Antonia. Entre tanto había sido flagelado, soportó los golpes y las burlas de los soldados y recibió la corona de espinas sobre su cabeza. Como a la hora sexta, -entre las 9 de la mañana y las 12 del mediodía- ya estaba en la cruz. Record de injusticia y celeridad administrativa.

El Gólgota

«Y cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa: Lugar de la Calavera…» (Mateo 27:33) le crucificaron.

Es difícil hoy en día establecer con precisión la ubicación real del Gólgota. Si bien la tradición marca un lugar probable, la realidad es que los cristianos de los primeros siglos no tuvieron entre sus prioridades justamente ocuparse de determinarlo.

El general Christian Gordon, que en 1881 realizo excavaciones en el lugar, halló un huerto y no lejos de él una tumba cortada en la roca a metro y medio de profundidad que responde a las características que se deducen del relato bíblico. Sugirió entonces, como sitio probable del Gólgota una colina cercana que ofrece semejanza de una calavera. Hay quienes sostienen, en cambio, que el nombre de la Calavera se debía a la presencia en el lugar de cráneos de cadáveres no sepultados dejados intencionalmente por los romanos para infundir terror, aunque esto último no se condice con las costumbres de los judíos de sepultar a los muertos.

José Ignacio y María López Vigil visualiza el Gólgota como un sitio de aspecto tenebroso, macabro. Un lugar que transmite miedo intenso, con maderos clavados al piso, palos negros utilizados en la densa y dolorosa agonía de centenares de hombres, piedras ensangrentadas y el aire oliendo a muerte. (Art. «Hasta la muerte de cruz». www.untaljesus.net).

Este es ni más ni menos, el escenario en el que terminó sus días en esta tierra Nuestro Señor.

La Muerte de cruz

Los evangelistas dicen reverentemente «…le crucificaron…» sin ofrecer más detalles de los que ya conocemos a través de las páginas de la  Biblia. Al decir «le crucificaron» obviamente hablan de un proceso bien conocido por todos. No obstante ello, de las Escrituras se desprende que lo definitivamente trascendente para la humanidad no es el hecho físico de la crucifixión y muerte de Jesús ni los pormenores del mismo; sino el alcance, el efecto y significado del evento.

Los historiadores seculares de la época tampoco se han ocupado de proporcionar demasiadas precisiones sobre las crucifixiones.

Por respeto y reverencia a Nuestro Amado Señor y a los lectores, no vamos a abundar en mayores detalles. Sólo nos limitaremos a exponer lo que hemos creído oportuno y necesario para comprender mejor lo que tuvo que pasar Jesús y darle valor desde una perspectiva más real a su intenso sufrimiento y dolor en favor de todos nosotros.

La crucifixión no fue invento de los romanos. Es uno de los más crueles y horrendos métodos de ejecución que asirios, persas, cartagineses y egipcios ya practicaban desde remota antigüedad.

El término empleado en el NT para la cruz, es «stauros» que en griego significa «estaca» o «palo vertical». Y es que primitivamente se empleaba un sólo madero vertical. Los romanos fueron quienes lo «perfeccionaron» añadiéndole el palo transversal o «patibulum». Este último es el que Nuestro Señor no pudo cargar debido a que estaba sumamente debilitado por el castigo recibido y el que luego tuvo que llevar Simón de Cirene, no así la cruz entera como vemos en algunas representaciones artísticas.

Desde el pretorium donde Pilato ratificó finalmente la sentencia, hasta el lugar de la ejecución, Jesús debía recorrer con la viga sobre sus hombros algo menos de un kilómetro. Cargar el patibulum sobre Simón, no fue precisamente un acto de piedad, sino que en el estado en que lo habían dejado, los soldados no querían que Jesús se les muriera antes de llegar a la cruz.

La crucifixión provocaba una muerte lenta y terriblemente dolorosa. Algunos crucificados tardaban días en morir y para precipitar su muerte se les quebraban las piernas –método favorito de los soldados romanos- o se los ahogaba con humo. Las crucifixiones tenían algunas variantes entre distintas regiones del imperio.

El proceso de ejecución en la cruz incluía que el reo primeramente debía ser azotado, lo que el verdugo ejecutaba con un «flagellum». El flagellum era un látigo realizado con varias tiras de cuero, bolas metálicas en sus extremos y algunos tenían astillas o pequeños trozos de huesos entre las correas. El efecto era monstruoso: las tiras de cuero producían heridas equivalentes a quemaduras de tercer grado, las bolas metálicas severas hematomas y las astillas o huesos desgarraban la piel, tejidos subcutáneos y musculatura superficial del castigado. Había quienes morían en esta previa, sin alcanzar a llegar a la cruz.

Los judíos aplicaban un castigo de treinta y nueve azotes. Se realizaba en las sinagogas con un látigo de cuero de TRES TIRAS. Se daban entonces, TRECE golpes, ya que cada uno equivalía por tres. Esto sumaba treinta y nueve azotes, lo que aseguraba que el reo recibiera «no más de cuarenta» tal como lo establecía la ley deuteronómica (Deuteronomio 25:3).

Una vez más los romanos se habían ocupado diligentemente de hacer que lo que estaba destinado a propósitos nobles como en este caso, un severo castigo correctivo, se transformara en un instrumento de muerte … y la peor y más dolorosa posible.

La muerte del crucificado sobrevenía en parte por el intenso dolor producido por los clavos de hierro -muy probablemente oxidados- de entre 13 y 18 cm que atravesaban las muñecas y los tobillos rompiendo ligamentos y nervios a su paso con lo que los ejecutados sufrían espantosos dolores en las extremidades. A ello se sumaba la posición del cuerpo suspendido que causaba agudos problemas para respirar e intensos calambres musculares. La deshidratación por la masiva pérdida de sangre que producía una sed atroz, el agotamiento y el colapso cardiorespiratorio terminaban finalmente con la vida del individuo. Los soldados romanos practicaban la crucifractura, que consistía en la quebradura de las piernas para que el sujeto ya no tuviera la posibilidad de afirmarse en ellas y enderezarse un poco para poder respirar. Con Nuestro Señor eso no fue necesario, ya que cuando el soldado fue a quebrarle las piernas, ya había muerto. Finalmente, a modo de «tiro de gracia» se les clavaba una lanza en el costado.

«Mas cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua»

(Juan 19:33 y 34)

Autoridades médicas afirman que bajo el intenso dolor físico y la elevada presión sanguínea su corazón literalmente estalló. Cuando se produce la ruptura del corazón -y solamente en este caso- «la sangre se deposita en el pericardio, tejido que rodea el corazón, y se divide en una especie de coágulo sanguinolento y un suero acuoso». (Henry H. Halley. Compendio Manual de la Biblia. Moody. USA. 1955. Pg. 491). Esto es lo que el evangelista describe como «sangre y agua».

Halley, a continuación, traza un emotivo paralelismo al visualizar en este episodio el corazón roto de Nuestro Amado Señor. Literalmente un corazón quebrantado por causa del pecado del mundo. «Quizás el padecimiento por el pecado humano sea algo más allá de lo que la constitución humana pueda soportar», agrega.

Tu sufrimiento fue por mí, Señor. Eso me hace amarte más.

Aquel día, hubo tinieblas sobre la tierra. El velo del templo se rasgó por la mitad. Y la cruz de Jesús cual certera espada de agudo filo, también partía el mundo al medio dejando a la humanidad a un lado y al otro de la cruz.

Tres cruces. Tres condenados. Un inocente, dos reos. Uno a la derecha, otro a la izquierda. Uno le insulta. El otro, ante una inminente y espantosa muerte, se arrepiente y lanza una desesperada oración al Señor: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23:42).

A veinte siglos de aquel negro evento, la humanidad entera aún permanece a un costado o al otro de la cruz. Sin importar su credo, religión o raza, la cruz de Jesús se alza imponente en el camino de todos y cada uno de los seres humanos como hito absolutamente ineludible. Habida cuenta de que «no hay justo ni aun uno» (Romanos 3:10) y que «la paga del pecado es muerte…» (Romanos 6:23) es la propia naturaleza corrupta de todos los seres humanos la que nos pone en una cruz de muerte y condenación. La cruz de Jesús hoy más que nunca aún permanece en el medio, como desde hace 2000 años. En el corazón de cada ser humano está la decisión de insultarle o rogarle «acuérdate de mí cuando vengas en tu reino».

Si bien con frecuencia recordamos «Jesús murió por mí», «Jesús sufrió y fue crucificado por mí», etc., la realidad es que muy pocas veces nos damos la oportunidad de detenernos a pensar en estas cosas, al menos en estos términos. La mente humana de naturaleza corrupta tiende a eludir lo que le enfrenta con un trauma o situaciones dolorosas. Visualizar el escenario, la cruz, los clavos desgarrando sus entrañas, las manos y el corazón roto de mi Señor, me acerca más a su dolor, me ayuda a comprender mejor su intenso sufrimiento. Fue por mí. Fue por vos, amado lector. Ello me hace amarle más.

Es entonces cuando la cruz de Jesús deja de ser un instrumento de muerte y se levanta majestuosa como símbolo de victoria. Jesús dejó una cruz vacía y también una tumba vacía. Venció el poder del pecado en la cruz. Venció al poder de la muerte al emerger de la sepultura.

Esteban, cuando corría al encuentro con su Señor, apedreado por una turba enfurecida «lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús a la diestra de Dios» (Hechos 7:55 RVR 1960). La Biblia «Dios Habla Hoy» traduce: «vio a Jesús de pie a la diestra de Dios» al igual que la versión RVR 2000.  El término utilizado en los manuscritos griegos expresa el sentido «hecho estar de pie».

Me emociona el hecho de saber que mi Señor una vez más abandona por nosotros su Trono de Gloria a la derecha del Padre y esta vez… ¡es para salir a recibirnos!.

La cruz de Jesús nos puso a todos y cada uno de los seres humanos a un costado y a otro de ella. «Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» es la oración que hace 2000 años hizo que para un delincuente, una cruz se transformara en un puente hacia la vida eterna. Hoy, no obstante el tiempo transcurrido, continúa siendo una absoluta certeza y está más vigente que nunca.

Toda vez que la indecisión es la peor de las decisiones, de la decisión personal de cada individuo, depende que la cruz de Jesús continúe siendo instrumento de afrentosa muerte o venga a ser UN PUENTE HACIA LA VIDA ETERNA.

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Bibliografía

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