En los zapatos del otro
En los zapatos del otro
Cierto día se encontraba el hombre al rayo del sol del mediodía, cortando el césped del amplio jardín de su casa. Gruesas gotas de transpiración rodaban por su rostro enrojecido; la fatiga y el calor ardiente hacían estragos.
En una pausa para descansar, llegó su pequeño hijito trayendo entre sus manitas un enorme vaso con agua fresca y algunos cubitos de hielo. Agradecido, le recibió el vaso al niño, pero al tomarlo entre sus manos, notó que en su interior flotaban pequeños trocitos de césped recién cortado, que uno de los cubitos de hielo estaba sucio y que por un costado del vaso chorreaba un poquito de barro. Pudo haber tirado el agua, lavado el vaso y servirse nuevamente agua fresca y limpia. También pudo haber regañado al niño por la torpeza o por descuidar la limpieza. Sin embargo, la bella actitud de su niñito hizo que el barro y el pastito pasaran a segundo plano y con ganas se bebió todo el vaso de agua.
En la antigüedad, en las familias romanas si nacía una niña y lo que se esperaba era un varón, o el bebé tenía alguna clase de defecto; el padre podía decidir literalmente “desecharlo” en un sumidero en las afueras de la ciudad, donde el frío, la intemperie, la falta de cuidado y atención y las alimañas terminarían pronto con su efímera existencia. Muchas familias cristianas iban y hurgaban entre la basura y cuando encontraban bebés, los adoptaban y les daban así, una familia que cuidara amorosamente de ellos.
En el cap. 2 de Marcos encontramos a cuatro amigos trayendo a un paralítico en su lecho, para que Jesús lo sanara. Como no pudieron entrar en la casa en la que Jesús enseñaba porque estaba abarrotado de gente, subieron al techo, hicieron un agujero y por ahí bajaron al hombre. De más está mencionar las responsabilidades, los daños y perjuicios que debió significar romper el techo de la casa. No fue un “agujerito” lo que le hicieron. No fue una “gotera”, precisamente. Tenía que poder bajar sin problemas un hombre con lecho y todo. ¡Una lluvia por leve que fuera iba a convertir la casa en una laguna! Y esto, pensando en la lluvia. ¿Y las mañanas soleadas de Israel? ¿Y las frías noches de la zona desértica? Esa casa debió quedar prácticamente inhabitable. Pero esto fue sólo el principio. Subir un cuerpo sin movilidad con lecho y todo, para luego bajarlo cuidadosamente ante Jesús, tampoco debió haber sido una empresa fácil. ¡QUÉ AMIGOS!!! ¿DÓNDE HAY AUNQUE SEA UNO SOLO COMO ESTOS, QUE LO QUIERO CONOCER?
En estas tres escenas: el nene que le trae agua a su papá, los cristianos que rescataban bebés romanos de una muerte horrible, y los cuatro amigos que se juegan el todo por el todo para traer a su amigo ante Jesús para que lo sanara; encuentro un mismo denominador común: EMPATÍA.
Es que para tener esta clase de gestos hay que tener primero, un corazón lleno de genuino AMOR. PONERSE EN LOS ZAPATOS DEL OTRO. Hoy, en medio de tanta palabra hueca y carente de compromiso, en medio de tanta indiferencia indolente e insensible; la empatía es un poderoso bálsamo para el espíritu y marca la diferencia.
Porque Dios me es testigo de cómo os amo a todos vosotros con el entrañable amor de Jesucristo. Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde aun más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios.
(Filipenses 1:8-11 RV60)
Por: Luis Caccia Guerra
Escrito para www.devocionaldiario.com