Una Urgente Reforma
Una Urgente Reforma
Por un momento, vuelve a observar a Jesús. Sana a un leproso y predica en menos de quince minutos. Los sorprende y los tiene en su puño. Acapara la atención de sabios e indoctos. Lo comprenden los ancianos y los niños, que lo apretujan para ganarse una sonrisa o un guiño de ojo del Hijo de Dios.
Se va a otra ciudad, y vuelve a crear algo nuevo. Cambia el estilo, revoluciona las formas, genera controversias, hace pedazos a la tradición. Podría apelar a su arsenal de conocimientos eternos y asombrar a los teólogos, pero prefiere la sencillez de una parábola.
Los hace reír, comparando la fe con un grano de mostaza. O diciéndole al rico que un camello tiene más posibilidades que él. Sorprende todo el tiempo. Él no está diciendo algo: tiene algo que decir. Pero que no esté sujeto a un programa no significa que improvise.
Dale una hoja de papel blanco a un religioso y se quejará de que no tiene nada que leer, dásela a un dibujante o escritor y te agradecerá por proveerle material para trabajar.
Lamentablemente, muchos cristianos permiten que alguien les escriba todo en su hoja blanca. No se permiten soñar con algo nuevo, porque le sienten un aroma a herejía. He hablado con decenas de jóvenes que solo conciben dos maneras de servir a Dios: predicando o tocando la música. Si no poseen oído musical o no tienen la soltura para predicar ante la gente, se sienten excluidos del equipo, fuera de las grandes ligas.
Nuestro dogma tiene que experimentar un reforma drástica, similar a la que generó Lutero. No hablo de una postura de transgresión gratuita que hiere sensibilidades, sino una reforma basada en principios bíblicos y calibrada con el corazón del Señor: las almas perdidas.
Descubrimos la alabanza y nos transformamos en adoradores de la adoración. Hacemos un culto del cántico nuevo como si se tratara de una fórmula mágica para hacer descender la presencia de Dios. Legalistas de la libertad: si no saltas o danzas, eres un extraño, un frío espiritual que está fuera del mover de Dios; cuando en realidad los que quedan fuera son los que no pueden descifrar nuestros códigos religiosos internos.
Vivimos en la época de los setenta, excusándonos que Dios nunca cambia y que no tenemos que imitar al mundo. Decir que Dios nunca cambia es desconocer su estilo para crear cosas nuevas, y afirmar que no hay que imitar al mundo es un contrasentido, todo cristiano medianamente inteligente sabe que Satanás es el imitador en lugar de nosotros, en todo caso, tiene su reloj en hora, mientras el nuestro sufre un atraso demoledor.
Nos negamos a cambiar nuestros cultos, pero no soportamos mirar una película en blanco y negro. Disfrutamos junto a nuestros hijos de los efectos especiales de Hollywood, pero consideramos que los jóvenes inconversos vendrán corriendo a nuestros servicios solo porque hoy estrenaremos dos coros nuevos.
Nos sorprendemos con la puesta en escena de cualquier obra teatral de Disney, pero nuestro concepto de llamar la atención a los inconversos es danzar de manera irregular al compás de la adoración. Quedamos boquiabiertos ante la elocuencia de un político, pero predicamos un sermón extraído de un libro de mensajes de hace cien años atrás. Nos quejamos si pagamos una entrada para el cine y la película comienza diez minutos tarde, pero somos capaces de anunciar un servicio a las siete y lo comenzamos cuando creemos que ya está viniendo la gente.
Seríamos capaces de abuchear a Luciano Pavarotti si desafinara en su ópera prima, pero aplaudimos al líder de alabanza que «desafina para la gloria de Dios».
Pediríamos que nos devolvieran el dinero de la entrada si el comediante olvidara la letra e intentara llenar sus baches mentales diciendo: «Salude al espectador que se le sentó a su lado y dígale: Qué lindo es venir a ver a este comediante lleno de humor», pero somos capaces de hacerlo durante horas enteras, si es para el Señor.
No estoy en contra de los saludos o la alabanza o los gritos de júbilo, solo que no tenemos una cultura que impacte a los que no conocen a Dios. Nosotros lo comprendemos, el de afuera apenas lo soporta.
Hace unos dos años atrás conocí a un pastor de jóvenes que no lograba el éxito que quería con su grupo juvenil. A pesar de sus buenas intenciones, no tenía ascendencia entre los suyos. Estuvimos juntos tratando de descubrir el problema. De pronto, se me ocurrió hacerle una pregunta: «¿Cuál es tu sueño? ¿A qué aspiras en un futuro?» El joven me miró sorprendido como si hubiese hecho una pregunta demasiado obvia. «Quiero ser pastor de una congregación. Quiero tener una iglesia y conquistar mi ciudad».
Ese era su problema. En lugar de concentrarse en ideas novedosas para llegar al corazón de los jóvenes, tomaba esta etapa como un ensayo para su verdadera vocación. El departamento juvenil, para él, solo significaba las ligas menores. Un lugar en el que pudiese practicar para el verdadero ministerio. Y eso, ahogaba su éxito.
El joven se vestía como su pastor, se dejaba los bigotes para parecer de más edad y realizaba los servicios juveniles imitando al culto central dominical.
Cuando iba a la radio, en lugar de hablarle a la audiencia joven, se dirigía a los oídos del pastor, para que «considere al gran predicador que se estaba gestando».
En lugar de enfocar su energía en los jóvenes, dirigía sus esfuerzos para ganarse un lugar en la iglesia central. Dios no puede darle una unción especial para el trabajo actual, cuando mentalmente, ya armó las maletas para mudarse de llamado.
La tradición y el querer imitar lo que vio toda su vida lo condujeron al fracaso inminente. El corto camino hacia la tradición hueca. Llegará al pastorado, fundará su propia iglesia y creerá que ha logrado su máximo sueño, cuando en realidad, alguien le escribió su papel en blanco y le dijo, inconscientemente, lo que se suponía que él debía hacer.
Vivimos desfasados en el tiempo. Nuestros jóvenes tienen toda la información que deseen al instante, gracias a internet. El control remoto de la televisión es una extensión de sus extremidades nerviosas, si algo lo aburre, lo cambiará al instante. El nuevo milenio arrasó con la sensibilidad de nuestros hijos. Y si la iglesia no se percata de esos cambios, tratará inútilmente de evangelizar con métodos arcaicos.
Autor: Dante Gebel
Adaptado de «El código del Campeón»
(Editorial Vida-Zondervan)