Indiferencia

Indiferencia

Cuando aún Dios no nos había dado el ministerio que tenemos actualmente, pensaba que cuando El me contratara todo iba a ser una panacea de unción y milagros diarios. Si bien, a lo largo de estos años, hemos experimentado la mano Divina del Señor, había situaciones que desconocía por completo.

A veces, veo a jovencitos que están desesperados por casarse, porque quizá imaginan que el matrimonio es un cóctel de sexo apasionado, anécdotas alegres, y cantidad industrial de hijos jugando en el césped.
Aún cuando un matrimonio tenga todos esos condimentos, puedo asegurarte que ese no es el menú completo.
Lo mismo sucede con aquellos que se enamoran del glamour del ministerio, y creen que una vez que estén sirviendo al Señor en algo grande y relevante, todo andará sobre ruedas.
El estar alistados en las filas de Cristo, conlleva mucho más que la fotografía en la portada de una revista cristiana o la tapa de un disco.
Recuerdo que en nuestros comienzos, realizamos en dos años consecutivos, dos de las más grandes cruzadas que se hayan hecho en Argentina. La primera fue en el estadio mundialista Vélez Sársfield y la segunda en el Monumental River Plate, dos de los coliseos de fútbol mas gigantescos de Sudamérica. En ambas reuniones, los estadios se colmaron con miles de jóvenes de todo el país y algunos del exterior.
Por aquel entonces, además de sentirme que la gracia de Dios estaba operando en mi vida, ansiaba tener algún reconocimiento por parte del liderazgo mayor.
Se lo que acabaste de pensar. Y por ello, quiero dedicar unas líneas más a este pensamiento.
No era que estaba interesado por la honra del hombre, ni tenía que ver con mi orgullo o pedantería.
Una vez escuché una frase de un reconocido sociólogo que decía: «Puedes recibir la aclamación de un millón de personas, pero nada igualará al aplauso de tu propio padre».
Todos necesitamos ese tipo de aprobación paterna. Aún aquellos que alegan que la vida los ha hecho duros e impermeables a las palmadas en el hombro.
Nadie es completamente insensible a un halago reconfortante.
Desde niños, queremos que nuestros padres nos vean en el acto escolar. Deseamos que nos alienten al repasar nuestros cuadernos de la primaria. Ansiamos que nuestros seres queridos lleguen a tiempo para nuestra graduación. Que todos nos vean casándonos. Que se alegren cuando le muestres a tu hijo por primera vez. Que te feliciten por tu primer automóvil.
Una sonrisa a tiempo de quienes has admirado toda tu vida, en muchas ocasiones, hace la diferencia entre un fracaso y una vida exitosa.

En el ministerio, de alguna manera, todos reconocemos cierta paternidad en líderes que nos preceden y que han marcado la historia del Reino. Y a veces, una palabra de aliento de parte de ellos, es combustible para nuestro motor. Gasolina para continuar por unos cuantos años, sin tener que mirar hacia atrás.

Así que, recuerdo que luego de aquellas grandes cruzadas, pensé que alguien iba a decirme algo de parte del Señor o que quizá, iba a alentarme a continuar.
No estoy juzgando y mucho menos planteando este cuadro desde la óptica del rencor. De tenerlo, no podría contártelo.
Sólo estoy enfocándome en cómo me sentía.
La noche en que culminó la cruzada en el River Plate, que reunió a más de sesenta mil jóvenes, hecho histórico en nuestro país, terminamos cenando con mi esposa, completamente solos en un negocio americano de comidas rápidas.
Seguramente estás diciendo que si alguien tiene la gracia de predicarle a tantos miles, no necesita nada más, pero te equivocas.
Ahora, venían las deudas que afrontar. Los compromisos financieros que habíamos asumido por aquella noche de cruzada. Si bien no necesitaba que me den dinero, Dios sabe lo que hubiese significado por aquel entonces, un llamado telefónico de un líder que simplemente me dijera que todo había estado medianamente bien.
Pero la madurez me llegaba acompañada por la indiferencia de quienes más respetaba.

A los pocos meses, una importante comisión pastoral se reunión en el corazón de Buenos Aires, con motivo de la llegada de un evangelista extranjero. Por alguna razón, recuerdo que alguien me invitó a estar presente.
En medio de la charla, uno de los líderes, tomó la palabra y dijo, algo más o menos así:
-Es hora que la iglesia tome la iniciativa de impactar al mundo. Y este inminente evento es la posibilidad que estábamos esperando. Nunca antes, los cristianos de nuestro país, hemos llenado un estadio para predicar a Jesucristo.

Seguramente este hombre estaba cometiendo un error. O estuvo viviendo fuera del país y nunca se enteró que en los últimos dos años, los estadios más grandes se habían colmado con miles de jóvenes de toda la nación.
Afortunadamente, otro líder presente, interrumpió el discurso.
-Perdón, pero debo decir que sí existieron otras ocasiones en que los estadios fueron testigos del poder de Dios -dijo- no olviden la visita de Billy Graham y Jimmy Swaggart.
-Cierto -replicó el pastor- pero siempre han sido ministerios extranjeros.
Indudablemente, yo no contaba a la hora de las estadísticas.
Con el correr de los años, he comprendido que se trataba de un trato de Dios conmigo. Pero descubrí que la indiferencia puede ser un arma letal. Por alguna razón, la iglesia de aquel entonces, había decidido ignorar a miles de jóvenes que buscaban la santidad en concentraciones gigantescas.
Regresé a casa con el sabor amargo de una soledad para la cual no estaba preparado para afrontar.
Debo decir que el Señor me reconfortaba, y fue su aprobación la que me mantuvo para continuar con nuevos proyectos, pero aún así, necesitaba el abrazo de aquellos santos líderes de quienes había aprendido tanto.

A veces, trato de ponerme en sus lugares, y en algún punto los comprendo. No me atrevería a juzgar apresuradamente a quienes no apuestan un centavo por un muchachito que solo sabe tocar la flauta y cuidar ovejas y que ahora dice querer enfrentar al gigante filisteo.
Si estuviese en lugar de los hermanos de David, trataría de darle algún curso acelerado sobre estrategias de guerra. O le daría algunas clases de lucha cuerpo a cuerpo. O tal vez, lo llevaría a la tienda, y trataría de ponerle mi armadura. De hecho, si aún así se empeñara en pelear contra el gigante, no quiero estar ahí cuando eso ocurra. Me impresiona ver la sangre de un muchacho que está en la flor de su vida.

No se trata de celos, sino de sentido común.
Por un momento observa los detalles pequeños de Elías y Eliseo. Se han invertido muchas horas en el momento en que la unción es transferida de un profeta a otro. Pero pasamos por alto que Elías no estaba demasiado interesado en transferirle su unción a Eliseo. De hecho, no creo que la haya caído del todo bien cuando le llegó el telegrama de despido. Podemos verlo desde un marco espiritual, pero aún así, la frase «ungirás a Eliseo para que sea profeta en tu lugar», no es demasiado alentadora.
Es que generalmente, no nos gusta la idea de tener que hacernos a un lado, para dejar paso a quienes vienen detrás.
Tengo un amigo que siempre dice: «Cuando éramos jóvenes queríamos cambiar al mundo, y cuando envejecemos, queremos cambiar a la juventud».
Quizá esa fue la razón por la que Elías complicó un tanto el traspaso del manto y condujo al ansioso Eliseo a una visita guiada por Gilgal, Betel, Jericó y el Jordán. Por eso, no puedo dejar de sonreírme cuando pienso que Dios pasó a buscar a su profeta en un taxi de fuego.
-Ya vamos. -le dijo, tal vez.

Pero hay un detalle más.
Elías no le dio el manto.
La Biblia menciona que Eliseo tomó el manto de Elías «que se le había caído». Es obvio que el apuro por subirse al carro de fuego, y el fragor del torbellino, hizo que el manto quedara en manos de su sucesor.
Es que nos cuesta comprender, que no somos imprescindibles. Que el mundo puede seguir girando sin nosotros.

Muchas veces, me siento tentado a hacer lo mismo, y se que en mas de una ocasión, inconscientemente, he cometido el gravísimo error de subestimar a muchachos prometedores, pero que a mi criterio, les faltaba experiencia o equilibrio espiritual.
El mismo David, que tuvo que soportar la indiferencia de su propia familia, cuando se transforma en el poderoso estadista y rey de Israel, tiene que recibir una seria advertencia de sus generales, que le aconsejan que «no salga sólo a la guerra, que si lo eliminan, se apagará la lámpara de Israel».
En otras palabras, que no repita la historia, que no se considere el tapón del océano. Que aprenda a delegar la batalla a sus valientes.
La indiferencia, llega en forma de granos de arena, que lastiman el alma.

Autor: Dante Gebel
Adaptado de «Las arenas del alma»
(Editorial Vida-Zondervan)

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