“Lo siento”
Muchos de los escritores cristianos pasamos a menudo por la tentación de escribir cosas que las personas esperan leer, decir lo que la gente espera y quiere oír. A decir verdad, es una hermosa vivencia leer líneas y líneas interminables de comentarios de los que dejan nuestros lectores. Y eso está muy bien. No sólo es lindo; también es bueno, estimulante y edificante para nosotros.
Sin embargo, las experiencias tristes, o en todo caso “esas” de las que no queremos hablar; compartidas a corazón abierto, sirven, enseñan, suelen construir lo que no lo hace un torrente de palabras sobre extraordinarios testimonios del poder de Dios obrando en situaciones límite. Toda vez que no “levantan una pared de una sola vez” sino que lo hacen ladrillo a ladrillo. Tal como se erigen los muros de nuestra vida.
Esas experiencias en las que el amor de Dios, un milagro en una encrucijada, una victoria aplastante sobre una enfermedad; son sin duda alguna edificantes. Nos emocionan, nos animan, nos llenan de esa energía vital que a veces nos falta para confiar totalmente en nuestro amoroso Padre Celestial. Nuestros corazones prorrumpen espontáneamente en alabanza.
Pero con frecuencia descubro que los mensajes de Dios son en una abrumadora mayoría mucho más sutiles. Elías esperaba oir la voz de Dios entre manifestaciones portentosas, sin embargo esto finalmente sucedió en un “silbo apacible y delicado” (I Reyes 19:12).
Días atrás, tal parece que los ánimos no estaban del todo bien en mi familia. Una jornada agotadora de trabajo con muchas dificultades, tanto en lo mío como lo de mi esposa. Un día difícil en el colegio de mi hija… todo fue contribuyendo para que el estado de ánimo no fuera el mejor, precisamente. Un simple comentario mío disparó una conversación áspera, que muy pronto se convirtió en una discusión ríspida y dolorosa donde el “pase de facturas” fue mutuo. Mi hija se fue llorando en soledad a su habitación, mi esposa quedó en la cocina sumida en una profunda tristeza, mientras gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas. Y quien esto escribe, por otro rincón del departamento lisa y llanamente destrozado. ¿Quién dice que en casa de los creyentes esto no pasa? Felizmente, en nuestro caso no es la regla general, sino la excepción. Pero que sucede… ¡sucede!. Literalmente una bomba había estallado en medio de la familia poniendo a cada uno apartado por su lado en tristeza, angustia y soledad.
“-Así es como nos quiere el Enemigo,” pensé. “-Señor, no puedo permitir esto” clamé a Dios cuando vi lo que había pasado a mi alrededor.
Acto seguido, y resuelto a no permitir semejante desastre, fui hasta la habitación de mi hija. “-Vení”, le dije con un nudo en la garganta y casi sin poder emitir palabra. Nos volvimos a reunir los tres, las abracé y con lágrimas en los ojos dije: “-Lo siento, lo siento mucho. Las amo, las quiero mucho. Perdón.”. Esa noche nos fuimos a dormir como corresponde. Habiendo dado gracias a Dios, en paz y con gozo en el corazón…
Lo dije al principio: desnudar el alma no es fácil. ¡Y de veras que no me resulta cosa liviana escribir estas cosas!. Afrontar aquél episodio no fue sencillo ni mucho menos, agradable. Pero si hay algo que una vez más me asombró, es la manifestación tangible y evidente de la Gracia Restauradora de Dios obrando con poder. Me sentí liberado. Y los míos también habían sido liberados. Gruesas cadenas habían caído alrededor nuestro.
Y es que amad@: cuando dejamos de ser nosotros mismos e invocamos la presencia y el poder del Altísimo en nuestras vidas, no sólo éste inmediatamente se hace presente. Te libera a ti y a los que están alrededor tuyo, toda vez que no somos islas y lo que hacemos y decimos influye y los afecta en una forma mucho más directa y contundente de lo que somos capaces de imaginarnos.
“Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos.”
(Colosenses 3:12-15 RV60)
Autor: Luis Caccia Guerra
Escrito para www.devocionaldiario.com