Expediente Borrado
Su esposa se lo había dicho antes de salir de casa: «Ese no iba a ser un buen día».
Ella sentía un helado presagio, una nefasta premonición.
Y ahora, el llamado telefónico le quitó cualquier duda.
-¿Señora de López?
-Ella habla.
-Le hablo del departamento de justicia de la ciudad. Lamentamos comunicarle que su esposo, Héctor López, fue detenido esta mañana, mientras intentaba robar el Banco Central -el hombre continúa sin pausa-. Usted sabe cómo operan las leyes en nuestro país, por ser reincidente, no tiene derecho a apelar ni a un juicio justo. Será condenado esta misma tarde.
La mujer deja caer el teléfono, un escalofrío la recorre entera, mientras que siente que sus pies ya no la sostienen.
«No debiste casarte con él, nunca fue un buen hombre», le había pronosticado su madre y hoy pagaba la factura por una mala elección y el desoír el consejo materno. Pero que fuera un delincuente, no disminuía el amor que sentía por él. Hubiese preferido un abogado, un ingeniero o un albañil, pero no tuvo esa fortuna. Su esposo es un ladrón y el gobierno lo acababa de apresar.
No le habría asustado que estuviese privado de la libertad, ya había pasado por esa situación antes. Lo dramático era que esta vez no habría misericordia del juez, y la sentencia era inapelable.
«Solicito todo el rigor de la ley, aplicando la pena de muerte inmediata», habría pedido el fiscal a un tribunal con sed de justicia. Es que ese no iba a ser un buen día, pensó la mujer una y otra vez. No debió haberse levantado de la cama.
Era una tarde gris, helada, con una llovizna que cortaba la cara.
«Tal vez lo perdieron las malas compañías», reflexionó mientras recorría la calle principal.
«Su socio en las andadas también fue sorprendido en el lugar del hecho, y morirá junto a tu esposo», le susurró una vecina a modo de desgraciado consuelo. De igual modo, ya no importa buscar culpables, lo cierto es que su esposo iba a terminar como ella lo había soñado en tantas pesadillas: en la peor de las muertes, las más vergonzante, las más cruel, la más atroz, la muerte pública. La dama no pudo despedirse de su amado, es que los ladrones no cuentan con ese lujo, no hay piedad, humanidad ni últimos deseos para los condenados a la pena máxima.
La dama se abre paso entre la multitud que exige justicia. La gente está enardecida, exaltada. Para muchos, hoy es un día de loable justicia. Los delincuentes pagarán por sus crímenes.
El horizonte recorta tres cruces, la de su esposo, la de su compañero en las correrías y la de un desconocido. Ella conoce a su marido y al otro ladrón, pero le resta importancia al tercero.
«Otro infeliz que condenará a otra viuda y sus huérfanos al olvido y la desgracia», piensa. El cuadro es estremecedor. No la culpen por no llorar, ya gastó todas sus lágrimas en una vida miserable junto a quien le prometió amor eterno y ahora cuelga de una cruz. Gritos, súplicas, latigazos, sangre, ira. No quiere mirar a su esposo, está allí, pero prefiere no recordarlo así. Solo observa el árido suelo, mientras la sangre surca la tierra entre los dedos de sus pies.
Uno de los ladrones, el cómplice de su esposo, insulta al desconocido de la cruz del medio. Y una voz conocida, casi imperceptible, se enoja: «¿Ni aun temes a Dios, estando en su misma condenación?»
La mujer está sorprendida. Su esposo acaba de salir en defensa de otro delincuente. Eso es ridículo, si se tiene en cuenta que Héctor López pregonaba una filosofía: «Nunca te metas en la vida de los demás, que cada uno aprenda a defenderse por sí mismo».
Por eso, ella no entiende. Su esposo jamás habló por nadie ni puso su cara por desconocidos. «Este es un mundo egoísta», solía decir al brindar.
-Acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino -dice ahora.
Era la inconfundible voz de su esposo, sin duda, implorándole al desconocido de la cruz central.
-Hoy estarás conmigo en el paraíso -promete el otro, como si en su condición pudiese cumplir algo.
En la cruz se ruega piedad, no se prometen paraísos -piensa la mujer.
Ella levanta la vista por primera vez. Quizá para mirar a los ojos de su esposo de nuevo o para entender el diálogo tan extraño que acaba de oír. El socio de su esposo sigue maldiciendo. El desconocido del centro pareciera un inocente que paga por algo que jamás cometió y debe estar loco como para prometer paraísos y su esposo, su esposo… sonríe. No tendría por qué sonreír, no hay razones. Hizo de su vida un mundo miserable y pende de una cruz frente a miles de ciudadanos enojados. Pero Héctor López se encuentra con la mirada de su esposa y le dibuja una sonrisa. Un último gesto de que todo estará bien, a pesar de todo. El gesto de los que se encontraron con la gracia en el momento menos pensado. Ella tampoco sabe por qué, pero presiente que su esposo finalmente encontró algo distinto. No entendió bien el diálogo de los condenados, pero supo que algo había cambiado allí, a escasos metros de ella, en lo alto de la cruz.
Su esposo cuelga de un madero, pero en forma inexplicable, irracionalmente, sonríe. Ella le devuelve el gesto en el lenguaje del silencio, ese que solo pueden interpretar los que se han amado lo suficiente como para no tener que hablar. Su esposo acaba de encontrarse con la gracia en el minuto final. Segundos antes de la cita con el verdugo inevitable, la muerte. Ella sabe que no puede implorar justicia y mucho menos misericordia. Ella sabe que su esposo paga por crímenes verdaderos. Está consciente de que ese era el final del camino, el terminal de la vida, tarde o temprano. Pero ahora, la última sonrisa de su esposo le devuelve la calma. La sonrisa que se dibuja entre la sangre y los moretones, extrañamente, la compensa por toda una vida miserable.
Su esposo parece no pender de una cruz. Muere como si lo hiciese de viejo, en una cama caliente, rodeado de sus seres amados, luego de haber vivido una buena vida. El hombre no mereció nietos, ni años altos, una cristiana sepultura o una importante lápida. Pero alguien, tan condenado como él, le prometió el paraíso en lo alto de la cruz. Ese, no iba a ser un buen día. Y mucho menos, existía la más remota posibilidad que terminara bien. Héctor ha dejado de respirar, pero nadie se explica por qué aún sonríe.
La dama no entiende nada acerca de teología, paraísos y redentores. Solo sabe que algo milagroso acaba de ocurrir. Ella descubrió el secreto: si para encontrarse con el paraíso había que venir a la cruz, valió el esfuerzo de haberse levantado.
Ahora quiero que me respondas algunas preguntas:
¿Cuántos coros de iglesia aprendió Héctor?
¿Cuántas veces escuchó un sermón?
¿Qué credenciales tenía?
¿Cuál era su llamado?
¿Y qué me dices de su ministerio? ¿Crees que tenía alguno?
¿Respondiste lo que creo?, pues déjame agregar que además te lo encontrarás en el cielo, junto a Moisés, David y el apóstol Pablo.
Damas y caballeros, eso es «gracia».
Autor: Dante Gebel
Adaptado de «El código del Campeón»
(Editorial Vida-Zondervan)