La Casa del Señor
Salmos 122: 1
Había cumplido 10 años, y fui invitado a la casa del Señor. Con gran expectativa me alisté como nunca, quería estar impecable para conocer al Hijo de Dios. Había escuchado que Él era bueno y que me amaba más que nadie, algo en mí ardía por finalmente conocerle. Había preparado muchos diálogos en mi cabeza para el momento en el que le conociera. Al llegar a su casa, no pude hablar con Él; Él estaba mudo y ocupado pagando por mis pecados colgado en una cruz. No tenía tiempo para hablar conmigo, en cambio envió a sus representantes para tomar mi mensaje. Yo quiero hablar con el Hijo de Dios, dije. –Solo nosotros tenemos acceso a Él pues hay demasiada maldad en ti, ellos dijeron.
No comprendí por qué el Hijo de Dios no quiso recibirme; ni tampoco comprendí cual era aquel grande pecado que había cometido, y que me hacia culpable.
Era difícil para mí creer que aquél que había salvado a la humanidad aún seguía sufriendo en una cruz. La doctrina que se me fue enseñada en aquel entonces, decía que no era digno de ser salvo, creía que aún los niños tienen pecado, creían que cada vez que el hombre peca, Jesús era clavado nuevamente por nuestra grande culpa, y qué aún sufría por nuestra maldad.
El gran anhelo de conocer a Dios como padre, amigo y consejero, se alejó lentamente. Había demasiada iniquidad, había demasiada maldad en mí, había tanto pecado en este niño que no podía ser lavado, ni siquiera con la sangre del cordero. Al menos, eso fue lo que entendí. Cómo oveja llevada al acantilado, seguí la voz de la grande culpa injertada en mí, y partí de aquel lugar.
Con el paso de los años, esa culpa me llevó al cautiverio. Y después del cautiverio, me llevó a un paso de la muerte. Pero justo antes de partir, finalmente conocí al Hijo de Dios. Estando desesperanzado y herido de muerte, Él me salvó. Él es totalmente diferente a como le describieron. Él está vivo, y hace más de 2000 años dejo la cruz. Él está tan vivo, que todos los días hablamos.
Hoy me invita a su casa, y es totalmente diferente. En su casa tal vez no le pueda ver en una figura labrada. Pero está su presencia, y su gloría es manifestada en todo momento.
En su casa he encontrado perdón, y no condenación. En su casa hay vida y no una tradición. En la casa de mi Dios nos alegramos, porque la grande culpa hace mucho tiempo fue enterrada.
Ir a la casa de mi Dios es una anhelada cita con mi Salvador, y no un ritual olvidado o una obligación. En la casa de mi Dios, todos lucimos majestuosos; sin importar nuestra posición económica, pues todos ofrecemos lo mejor a su majestad.
Hoy es diferente, pues finalmente conozco la casa de mi Dios; y me alegro cuando dicen:
“Vamos a la casa del SEÑOR”
¿Y tú hermano, te estás gozando porque finalmente conoces la casa del Señor?
Autor: Richy Esparza
Sitios: devocionalesderichy.com y cristodavida.com