Lo que descubrí estando ciego
por Cameron Lawrence
Hemos renunciado a nuestra vista para participar en Diálogo en la Oscuridad, una experiencia de inmersión total en el mundo de los ciegos. Desde sus inicios en 1988, esta organización ha desafiado a más de cinco millones de personas en 22 países a «ver» el mundo con sus otros sentidos. Los visitantes a la exhibición serán conducidos a oscuras en un simulacro del mundo real (tiendas, cafés y calles de la ciudad) por guías ciegos o con deficiencias visuales.
Paso los dedos de mi mano a través del lazo en la parte superior de mi bastón, y dejo que se deslice sobre mi muñeca, un poco nervioso me pongo de pie, como si esperara dirigirme al extremo de un abismo. Oigo que nuestro guía nos manda a caminar, repitiendo: «Estoy aquí, diríjanse hacia donde escuchen mi voz», hasta que cada uno de nosotros ha encontrado el pasillo. Siento cómo se mueve el aire a mi derecha cuando el guía pasa a mi lado para recibir a las próximas personas.
Tengo los ojos abiertos, pero no veo nada. Siento que ellos buscan en la oscuridad un punto de enfoque, algo, cualquier cosa visible. Unas manchas de luz me dan vueltas dentro y fuera de la vista, antes de que mi retina elimine lo último del mundo que he visto. Con una mano puesta en lo que se siente como una pared de madera, dejo que el bastón que tengo en la otra se deslice en una y otra dirección del piso mientras camino por el pasillo que parece no tener forma.
Oigo de nuevo la voz de nuestro guía al final del pasillo: «Aquí estoy, sigan mi voz».
Doy pasos cortos y cuidadosos a través de la primera sala: un parque interior lleno de césped, árboles y arbustos. Sé esto sólo por el tacto, casi chocando y golpeándome con los bancos de hierro forjado y los botes de basura. Los miembros del grupo dicen qué objetos encuentran, a petición del guía, golpeando suavemente los bastones sobre cada superficie. Parecemos una casa llena de niños golpeando cucharas de madera contra ollas y sartenes. Me tropiezo con un miembro del grupo —mi esposa, y me siento agradecido de haberla encontrado después de la confusión inicial. Nuestro guía le dice al grupo que le siga. Allí estamos, dejando que los otros encuentren el camino antes de intentarlo nosotros. Pongo mi mano sobre mi esposa por un momento, sintiéndome sorprendido y consolado al mismo tiempo por la familiaridad de su contorno y por el calor que emana de su cuerpo.
Me pregunto como sería no volver a ver su rostro —la manera como abre los ojos cuando se ríe, sus lágrimas al ver algo hermoso o conmovedor— y la multitud de pequeñas alegrías que hay en ella. Perdería las sutilezas de sus movimientos y expresiones —esas cosas de las cuales he llegado a depender tanto al conocerla y amarla en estos pocos y maravillosos años. ¿Tendría, entonces, en vez de eso, que reconocer una cadencia no detectada antes en sus palabras, la más leve variación en su abrazo y en su significado?
Mi mente se vuelve a las cosas majestuosas: al mundo creado —a sus montañas y a sus laderas, a los campos y a los mares. ¿Qué sería no volver a ver las olas del mar sobre la arena, o la caída de las brillantes hojas del otoño —ese llameante mosaico regado sobre el césped; la puesta del sol en el horizonte, con sus trazos rosados, azules y rojos; o las tiernas ramas de los árboles de primavera curvándose por el viento hacia todos los que pasan?
¿Qué es el mundo sin todo este color y estas particularidades? ¿Qué es esta vida sin la presencia de la luz?
«Éste es un canasto lleno de calabazas», me digo a mí mismo, mientras deslizo las manos sobre su piel áspera y llena de surcos. Me muevo hacia delante dejando que una de mis manos se arrastre sobre la superficie de lo que he descubierto que es el área de las verduras de nuestra siguiente sala: la tienda de comida. Paso los dedos sobre maíz y cestos de frijol a granel. Luego levanto un puñado de café hasta mi nariz.
«Aquí está la sección de la comida congelada», grita una mujer. Entonces oigo al resto del grupo arrastrar los pies hacia donde está ella, para abrir y cerrar las puertas de los refrigeradores. Pero yo sigo moviéndome, hasta llegar a un revistero lleno de periódicos y revistas. No siento nada, sino la suavidad del papel y el duro borde de la encuadernación de las revistas. Me pregunto que dirán, qué imágenes estarán en sus portadas, y qué podría yo aprender de ellas. Pero, me doy cuenta del dolor de no saberlo, y de no tener a nadie que pueda leer para mí.
Jennifer Rothschild sabe lo que es vivir en la oscuridad. Es una cantante, autora y conferencista motivacional que quedó ciega a los 15 años. Jennifer sufre de retinitis pigmentosa, una enfermedad degenerativa que produce distrofia de la retina. Con el tiempo, la visión de la persona empeora, y a la larga queda totalmente ciega. Treinta años después, Jennifer ve apenas pequeñas cantidades de luz. Nunca ha visto el rostro de su esposo Phil, ni de sus dos hijos: Clayton y Conner. Pero ella no está amargada. Está convencida que su ceguera es una buena oportunidad para conocer su fragilidad como ser humano.
«Todos sufrimos de algo», me dijo recientemente. «Y nos hacemos daño a nosotros mismos cuando no reconocemos la debilidad que hay en nuestra vida. Esto nos evita experimentar el gran poder que hay en nuestra relación con el Señor. Como dijo el apóstol Pablo, el poder de Dios se perfecciona en nuestra debilidad (2 Co 12.9). Por tanto, la ceguera ha sido para mí una coyuntura —una coyuntura siempre presente— para familiarizarme con mi debilidad y al mismo tiempo para ser impactada por el poder de Dios».
Para Jennifer, ser ciega no es algo de que lamentarse o quejarse, sino una herramienta para crecer a la semejanza de Cristo— una vía hacia la transformación espiritual. La sanidad física es sólo un asunto secundario, ya que lo primero para ella es el gozo, el querer poner toda su confianza en el Señor, para lograr lo que ella llama los dones más grandes. «Por eso tengo mi confianza puesta en el carácter de Dios y en su amor, porque sé que Él no permitirá nada en mi vida que no sea para mi mayor bien y para su gloria. Por tanto, la utilizo como un puente en mi vida que me conecta con Él, en vez de convertirla en un motivo de ira y de amargura, y de una pared que nos separe».
La deficiencia visual ha traído bendiciones inesperadas a la vida y al ministerio de Jennifer. «Dios ha utilizado la ceguera como un medio para darme un ministerio mayor», dice. «Yo jamás diría que Dios no pudo haberlo hecho sin la ceguera, porque sé que hubiera podido. Sin embargo, me cuesta imaginarlo. Veo cómo mi condición ha abierto puertas para el ministerio; sin ella, no sé si habría tenido la capacidad de llegar con efectividad al corazón de las personas. Es un don, porque la ceguera puede aislar mucho. Pero, para mí, Dios ha permitido que ella sea lo que me conecte profundamente con Él y con otras personas».
Para esta mujer, quedarse ciega ha significado aprender a ver.
Estamos en la última etapa de nuestro recorrido. Los diez estamos reunidos alrededor de una mesa en un café sin luz, haciéndole preguntas a nuestro guía sobre su vida como ciego. Allí, rodeado por la oscuridad mientras los otros hablan, no digo nada, meditando en lo que significó la hora que estuve caminando como ciego.
Me doy cuenta de que la oscuridad es intimidante, no sólo para el ciego, sino para todos, y que ella adopta formas diferentes en cada vida. A algunas personas, les intimida cómo se ganarán la vida; otras, están inseguras en cuanto a su sentido de pertenencia y el amor. Algunas personas viven llenas de un profundo dolor, preguntándose si Dios puede o no escuchar su clamor, o si en realidad Él existe. Otras se sienten infelices por su falta de conocimiento, no tienen la humildad necesaria para vivir por fe, y se sienten mal ante cualquier misterio o la menor sombra de duda.
¿Qué trabajo debo tomar?, nos preguntamos. ¿Cómo voy a pagar mi casa? ¿En quiénes se convertirán mis hijos? Son estas, a menudo, las preguntas que nos afectan de manera más profunda y dolorosa. ¿Por qué murió mi ser amado? ¿Se salvará mi matrimonio? ¿Por qué Dios no me ha curado? Aunque seguimos haciendo preguntas y teniendo esperanzas, las respuestas nos esquivan. A veces, Dios mismo parece esquivarnos. Pero seguimos adelante por lo que parece ser una senda a oscuras, a pesar de nuestro temor a transitarla.
Esta oscuridad es la inevitable realidad de nuestra existencia, y perdurará hasta el día que muramos. Pero es también por esta oscuridad que llegamos a ver la verdad de lo que somos en realidad: lo poco capaces de conocer y tener control sobre las cosas de esta vida. Y es así por la gracia de Dios.
Como escribió el profeta Miqueas: «Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios» (6.8) Él utiliza nuestras deficiencias, ya sean físicas, mentales o emocionales, para llevarnos a una situación de obediencia y humildad, donde podamos recibir, no la respuesta que estamos buscando, sino la que necesitamos: la sanidad de nuestros corazones.
Y como me dijo Jennifer Rothschild: «A veces, Dios no nos quita el aguijón de nuestra vida, como pasó con Pablo. Algunas veces, permite que la ceguera o el cáncer sigan estando allí. A veces, decide no sanar, y creo que es por su gran misericordia que Él toma esta decisión. Dios utilizó la ceguera para protegerme de mí misma, para preservarme del potencial que tengo de convertirme en una persona orgullosa».
Hay veces en que el único conocimiento que tenemos es como un pedazo de luna en un cielo cubierto de nubes, o el lejano brillo de las estrellas a años-luz de distancia. Pero la promesa de la Escritura es que, cualquiera que sea la oscuridad que enfrentemos, hay una luz que los ojos físicos no pueden ver: la presencia de Dios, el Espíritu Santo. Aunque pensemos que caminamos solos, la tierna mano del Señor está sobre nuestras espaldas, guiándonos siempre. Cuando nos encontramos en medio de los problemas y sufrimientos de la vida, llegamos a verle más claramente en la luz del amor. Al final de nuestro sendero, el Señor Jesús nos espera, diciendo: «Aquí estoy, sigan mi voz».