Mi hijo me había reclamado jugar con unos «nuevos luchadores» mezcla de Stars Wars con monstruos de las galaxias o algo así, (yo me quedé en el tiempo de los «Titanes en el ring») y apenas le dibujé una sonrisa, y le dije que no tenía ni ganas, ni tiempo para jugar. Mi esposa trataba de hablarme durante la cena, pero mi mente estaba con «batería baja».
El ’98 había sido un buen año de trabajo ministerial: teníamos el programa en la tele, más de seis viajes por mes, la preparación de la cruzada de fin de año en el obelisco, sumado a cientos de congresos, campamentos, retiros, y reuniones varias. Al cabo, era lo que le habíamos pedido al Señor: servirle. Pero por alguna razón, estaba más agotado de lo normal. Intenté disculparme ante el Señor, dándole unas cuantas razones por las cuales no podía hilvanar una frase coherente en la oración, y me fui a dormir. Algo no estaba funcionando bien.
Si el cansancio arruinaba mi altar, significaba que estaba administrando mal mi tiempo. Así que, a los pocos días, en un relámpago de lucidez le dije a Dios que me revelara por qué me sentía tan cansado. Estaba contento con mi agenda completa, pero había algo que no encajaba con mi stress galopante.
«Porque estás haciendo cosas que no te mandé a hacer» -fue la única respuesta. Perdón, seguro que Dios debe estar equivocado; la ecuación es sencilla: «yo quiero servir a Dios, me invitan a servir: no hay nada más que hablar». Pero Dios seguía diciéndome que aunque lo que hiciese fuera loable, si El no me lo había mandado puntualmente… entonces no servía. -¿Pero acaso uno no tiene que hacer todo lo que se le presenta? – «Si no te lo mandé a hacer… no.» – Pero… ¿y si se me abren las puertas, no se supone que debo entrar sin preguntarte?. – «Si Yo no te envío, no tiene sentido que entres».
A propósito, hace poco leí una pequeña historia fascinante: «El cuidador de un faro que trabajaba en una costa rocosa recibía aceite una vez al mes para mantener su llama ardiendo. Como vivía cerca de la población, no le faltaban visitantes. Una noche, una mujer necesitaba aceite para mantener a su familia caliente. Otra noche un padre necesitaba aceite para su lámpara. Otro necesitó aceite para lubricar una rueda. Todas las peticiones parecían legítimas, y el cuidador trataba de suplirlas. Hacia el fin de mes, se le acabó el aceite, y el faro se apagó, lo que causó que muchas naves se estrellaran en esa costa. El hombre recibió la reprensión de sus superiores: «Se te da el aceite por una sola razón»- le dijeron- «Queremos mantener el faro ardiendo». No podemos suplir las necesidades de todo el mundo. No podemos complacer a todos. Aunque estemos llenos de buenas intenciones, podemos correr el riesgo de perder de vista la razón por la cual se nos confió el aceite.
Te cuento que pude haber ignorado el cansancio y haberme sentido bien por llegar agotado a la cama, de tanto servir a Dios. Pero me habría quedado sin aceite en cuestión de días. En el ’99 aprendí a decir «no», aunque las causas fueran loables.
Lo siento, pastor, pero Dios no me llamó a ir a ese congreso.
-Pero mire que lo hacemos para que miles de jóvenes vayan y…
-Lo entiendo, pero en mi caso personal, no es a lo que Dios me llamó. Algunos lo entienden, y otros tal vez no. Pero comprender que se nos da el aceite con una sola razón, puede salvar las vidas de miles.
Si tienes carga evangelística, no te disperses en otra cosa, apunta a los inconversos. Si tu corazón está en las misiones, focaliza tu llamado en eso, y en nada más. Aunque no podamos complacer a todos.
Me llegan cientos de invitaciones por día. Todas, en su mayoría, con motivaciones loables y dignas. El tema es averiguar si yo tengo que estar allí, si Dios lo dispuso. Cuando tenemos claro «para qué se nos dio el aceite», se nos va el complejo mesiánico, ya no nos creemos el tapón del océano, y aprendemos a administrar nuestro tiempo. Pasaron varios meses desde la última vez que me sentí cansado a tal punto de no poder orar. Ahora he trazado mi destino exactamente hacía mi llamado, y no me disperso: sólo apunto a la visión. Somos personas con misiones únicas. Dios nos entrena durante meses, o años, sólo para una tarea puntual específica que sólo nosotros podemos realizar. Si tienes mente de montón, tendrás misiones y tareas de montón, pero si tienes mente de único, con un llamado claro, tendrás misiones únicas.
No se trata de falta de humildad, sino de entender para qué fuimos entrenados. Si fui preparado para jugar fútbol, no tengo que dispersarme con el tenis, aunque todo sea deporte. Si mi llamado es con los jóvenes, ahí es donde apunto los cañones, de la manera más efectiva posible. «Se nos da el aceite por una sola razón». Ahora estoy administrando mejor mi tiempo, y trato de no descuidar el altar por culpa de la agenda y las obligaciones. Ah, y por supuesto, cuando termine esta nota, estaré jugando con mi hijo con esos… esos… monstruos de las galaxias, creo. Aunque, insisto, a mí me gustaban más los «Titanes en el ring».
Autor: Dante Gebel
Para: Revista «La Grúa», Buenos Aires,