Un secreto clasificado
A Dios no lo mueve la necesidad.
¿Oíste eso?
Es inútil que cuando trates de orar, te duelan las rodillas, o le digas que ya no soportas más, o que no mereces vivir esta situación o que llores hasta que no te queden lágrimas.
A Dios lo mueve tu fe.
La nave de los discípulos parece que va a darse vuelta como una frágil cáscara de nuez. Las olas sobrepasan el barco y el mar se ve más enfurecido que de costumbre. Los hombres tienen pánico, pero Jesús descansa plácidamente en el camarote.
Uno de ellos, se harta de esperar que el Maestro deje de roncar. Y lo despierta de un sacudón.
-¡Maestro! No ves que perecemos? No te da un poco de lástima que nos estamos por ahogar? Cómo se te ocurre dormir a bordo del Titanic? No podrías tener un poco de consideración con tus apóstoles?
Será mejor que los discípulos sepan, desde ya, que este día no figurará en ningún cuadro de honor. Esta no será el tipo de historia con las que futuros evangelistas armarán sus mensajes. Si querían aparecer retratados en la historia grande de los valientes de la fe, tengo que comunicarles que han errado el camino. De este modo, no se llega a Dios. No conmoverán al Maestro con un sacudón y gritos desaforados. La histeria no enorgullece al Señor. Puedo asegurarles que Pedro, Juan y otros tantos querrán olvidarse de este episodio, y jamás le mencionarán a sus nietos que esto ocurrió alguna vez.
Pese a lo que hayas creído todos estos años, la necesidad, insisto, no mueve la mano de Dios.
El Señor se levanta un tanto molesto. Este es su único momento para descansar en su atareada vida ministerial. Y estos mismos hombres que presenciaron como resucitó muertos y sanó enfermos, lo despiertan de un descanso reparador, por una simple tormenta en el mar. Se restriega los ojos, mientras trata de calmar a quien lo acaba de despertar de un buen sueño profundo.
-No tengan miedo -dice, mientras bosteza.
El Señor sale del camarote y ordena a los vientos que enmudezcan. Y al mar que se calme.
Hombres de poca fe -dice, antes de regresar a la cama.
Uy.
Eso si que sonó feo.
No quisiera irme a dormir con esas últimas palabras del Señor acerca de mi persona.
Pensaron que les daría unas palabras de aliento. O que les diría que la próxima vez no esperen tanto para despertarlo. Quizá que mencionaría que para el próximo viaje, se aseguren una mejor embarcación, o que chequeen si hay suficientes botes salvavidas. Pero sólo les dijo que fallaron en la fe.
Alguno de ellos, cualquiera, debió haberse parado en la proa y decir:
-¡Viento! Mar! Enmudezcan en el nombre del Señor que está durmiendo y que necesita descansar!
Esa sí hubiese sido una buena historia. Los evangelistas hubiésemos aprovechado ese final para nuestros mejores sermones.
Es que, sólo la fe es la que mueve la mano de Dios.
Autor: Dante Gebel
Adaptado de «Las arenas del alma»
(Editorial Vida-Zondervan)