Una iglesia que atrasa
Es increíble ver a miles de jóvenes apresados en la celda de la rutina. Sin creatividad, sin correr riesgos,
Los jóvenes cristianos del 2003 observan las generaciones pasadas y creen revolucionar el dogma por mover de un lado a otro algunos estandartes. O creen que dejan fluir la creatividad divina por danzar hasta sudar por completo o realizar alguna que otra coreografía al compás del último coro de moda. Otros se consideran pioneros por formar una banda de rock cristiano o predicar sin corbata. Pero no es la música lo que te hará innovador o una camisa hawaiana al momento de pararte detrás del estrado.
La creatividad no es una postura, es dejar fluir lo nuevo de Dios, aunque eso no sea compartido por el cónclave de la tradición. Hace unos diez o quince años pensar en una noche de concierto o una coreografía de mantos o estandartes, hubiese sido una herejía. Pero ahora, es tomado como parte de «lo medianamente aceptable» dentro de nuestro cerrado contexto religioso.
Tenemos nuestro propio lenguaje, nuestras propias canciones, nuestra manera de saludarnos y hasta nuestra manera de vestir. Nos cierra perfecto. Sabemos qué se nos está permitido y lo que ni siquiera se nos ocurriría pensar.
Nuestra idea de reunión creativa e innovadora es un mensaje ofrecido por el grupo de mimos de la congregación, que harán su pantomima durante los tres minutos de una canción, y luego pasará el pastor de jóvenes a pedir disculpas si alguien se ofendió, explicará que esta también es una manera diferente de predicar y además tratará de explicar lo que quisieron decir los mimos, ya que nadie entendió nada.
Para los cristianos, una reunión evangelística debe componerse de tres eternas horas de alabanza, media hora de adoración, alguien explicando por qué levantarán la ofrenda, y el mensaje final, no olvidando claro concluir el servicio con otra eterna media hora de alabanza para despedir a los feligreses. Los más innovadores, organizan un concierto, con muchas luces de colores, cantidades industriales de humo sofocante y un sonido capaz de perforar cualquier tímpano normal. Esa es nuestra mayor idea de creatividad para intentar ganar al mundo. Pero alguien tiene que darnos la mala noticia: «La iglesia vive en los años setenta». Hacemos todo lo que se suponía que debimos hacer hace unos treinta años. Nuestro reloj dogmático atrasa horrores y muy pocos, lamentablemente, se han percatado del asunto.
La mentalidad del cristiano promedio es que si algo resulta, hay que repetirlo hasta el hartazgo y mantenerlo por los próximos veinte años. No me imagino a los apóstoles yendo por la vida, buscando «locos de cementerios» y endemoniando cerdos. Tampoco creo que alguien acarició la idea de organizar un servicio de «salivadas» en la tierra para sanar a los ciegos de la región. O a una nueva denominación basada en transformar agua en vino.
Nos encanta lo que ya resultó y alguien pagó un precio antes que nosotros por la innovación. Siempre preferimos imitar, antes que crear.
Hace poco, llevé a un famoso productor de espectáculos a un servicio cristiano. Él se considera un «seguidor de lejos» del Señor. Nunca había visitado una iglesia. Se dedica a montar y hacer la puesta en escena de grandes obras de teatro en Broadway y en las capitales más importantes del mundo. Su concepto del show es potencialmente elevado. Nos conocimos en nuestro más reciente proyecto evangelístico, logramos cierta amistad, y aceptó mi cordial invitación a un servicio dominical.
Media hora después de lo anunciado, dio inicio la reunión. Alguien probó los micrófonos una y otra vez, mientras los músicos improvisaban y afinaban los instrumentos frenéticamente. El baterista parecía quitarse los nervios de una mala semana encima de su instrumento, antes de comenzar la primera canción. Finalmente, un joven nos invitó a ponernos de pie y comenzó la alabanza.
La primera canción duró unos doce o catorce minutos, la repetimos una y otra vez, primero las mujeres, luego los hombres, todos juntos, a capella, con palmas, sin palmas, todos juntos otra vez.
Mi amigo estaba serio. El muchacho que dirigía el servicio nos pidió que abrazáramos a dos o tres personas y le dijéramos algo así como: «Prepárate para la unción que vendrá esta noche sobre ti y te dejar* lleno de gozo…» y no recuerdo qué más.
Mi amigo estaba más serio aun. Otra canción. Ninguno de los músicos sonreía, más bien parecía que estaban en trance o, en el peor de los casos, pensando en otra cosa.
Pasó otra persona y nos volvió a pedir que le dijéramos algo al que estaba a nuestro lado y a dos o tres personas alrededor. Luego pidió un aplauso. El tecladista no entendió la seña del cantante y entonces pidió otro aplauso, que le daría el tiempo para explicarle la seña al músico.
Mi amigo me dijo al oído que se retiraba.
Mientras se abría paso a la salida, oía con asombro, que el joven anfitrión les volvía a pedir que le dijeran algo al de al lado y que luego tendrían que saltar y dar unos gritos de guerra.
En nuestra cultura, era un gran servicio de alabanza, digno de recordar. Para quien acababa de ingresar a la iglesia por primera vez, era un enorme grupo de improvisados, sin creatividad, ni sentido común.
Como es muy educado, trató de disculparse, pero me interesé en su punto de vista. Reconozco que pude haber tomado un atajo religioso. Pude haberle dicho que «él no entendía las cosas del Espíritu» y también pude haberme convencido de «que no resistió la gloria y la unción». Pero preferí ponerme en su vereda, y tratar de oírlo. Quizá podía aprender algo.
«Me sorprende», dijo, «que no haya nada preparado, ensayado, principalmente si es para Dios, como dicen. Por otra parte, cuando contrato músicos, tienen la obligación, por contrato, de sonreír mientras actúan. Ellos… solo tocaban. Además -agregó- los vi desconcertados, sin ideas de cómo seguir».
Me quedé en silencio y ensayé alguna explicación. Pero me percaté de que hacía falta una reforma. Un cambio drástico y radical de nuestros dogmas y costumbres.
Si una película se extiende más de dos horas, sentimos que se nos embota el cerebro, lo mismo pasa si un espectáculo va más allá de la hora y media. Pero somos capaces de tener cinco o seis horas de servicio.
Cierta vez llegué como predicador invitado a un país muy querido, donde se realizaba un congreso en el estadio principal. La reunión comenzó a las diez de la mañana, y eran las cinco de la tarde y habían desfilado tres oradores sin interrupción, yo era el cuarto.
«Predique tranquilo», me dijo el anfitrión a modo de consuelo, «aquí la gente está acostumbrada». Pero la multitud no estaba «acostumbrada». Tenía un hambre voraz y un cansancio mental insoportable. «El corazón resiste lo que la cola aguanta», suele decir un predicador amigo.
Los saludé con amabilidad y los envié a descansar, luego de enterarme que habían estado allí por siete largas horas.
No tenemos creatividad, escasea el sentido común. Programamos servicios y congresos para nosotros, pero espantamos al inconverso. Realizamos eventos dirigidos a quienes se supone que entienden lo que quisimos hacer, pero olvidamos al que no nos conoce ni comprende lo que queremos hacer o decir.
Autor: Dante Gebel
Adaptado de «El código del Campeón»
(Editorial Vida-Zondervan)