Enemigos íntimos
Recuerdo que a fines del año 1998 realizamos una gran concentración en la plaza de la República, el mítico
Aunque podía ver la palpable gracia y respaldo de Dios, los miles de jóvenes cambiados y desafiados para cambiar la nación, en lo profundo de mi ser, aún esperaba cierto aliento del liderazgo. En realidad, a esa altura, necesitaba el respaldo pastoral para continuar tratando de afectar a mi generación. Si hasta ahora, completamente solo, había logrado tantas victorias, suponía que con un gran apoyo de parte de la comisión pastoral, se lograrían mejores resultados.
Pero los desiertos ministeriales son muy curiosos y significativos.
Jhon Maxwell dice que cuando intentas hacer algo, vas a encontrarte con un montón de gente que tratará de persuadirte a que abandones y te des por vencido. Cuando vean que no pueden lograrlo, te dirán como tienes que hacerlo. Y cuando finalmente, lo hayas hecho, mencionarán que siempre han confiado en ti.
Luego de aquella concentración en el obelisco he escuchado las versiones más ridículas y singulares de toda mi vida. Algunos líderes afirmaban que habían pasado por el lugar y que «en realidad no pasaban las mil personas», cuando en realidad se había cortado el tránsito a veinte cuadras a la redonda. Otros, simplemente decían que «sólo eran cien mil jóvenes y eso no representaba la iglesia de Cristo». Pero lo más sorprendente fueron aquellos que afirmaban que «ese tipo de eventos no tenían ningún propósito», que «era una molesta moda que tarde o temprano iba a extinguirse».
En ese entonces, no entendía las razones de esos comentarios. Cuando casi me había acostumbrado a la indiferencia, ahora debía prepararme para las críticas más feroces.
Durante más de un año, fui citado por los más importantes consejos pastorales, con motivo de querer conocer mis motivaciones, los futuros proyectos y la gran pregunta, de donde sacaba el dinero para solventar semejantes eventos.
Reconozco que gracias a aquellas citas, con el tiempo, comenzó a surgir un genuino apoyo de grandes amigos pastores que conservo hasta el día de hoy.
Pero también, muchos otros, opinaban que mi ministerio era una especie de «hongo» que había nacido solo y que crecía a pasos agigantados, para molestia de algunos.
Una cosa es que alguien subestime al flautista que cuida ovejas. Otra muy distinta, es cuando debes continuar con tu ministerio, esquivando lanzazos dirigidos a tu corazón.
El propósito de esta nota es alentarte a continuar aún cuando no cuentas con la aprobación de todo el mundo. A proseguir, a pesar que el Señor no se mueva por democracia.
De haberme consultado, le habría dicho al Señor que no apueste por un tipo tan volátil como Pedro. Demasiado inestable para mi gusto.
Lo habría aconsejado con respecto a Simón, el Zelote. Le habría hecho notar que no es bueno que se lo relacione con un disidente del oficialismo romano.
También le habría advertido a Dios acerca de Gedeón. No confiaría en alguien que se esconde. Y que hubiese opinado de Moisés?, perdona mi sinceridad, pero no podría confiarle una nación a alguien que estalla bajo presión y mata a palazos a un egipcio. Y mejor ni me preguntes acerca de Jacob.
La lista puede de personas improbables puede resultar interminable, visto desde mi óptica, o la tuya.
Todos solemos rotular, clasificar y criticar a quienes no comprendemos. Por eso, el apóstol insistía en no juzgar la motivación ajena.
En el transcurso de estos años, me he cruzado con decenas de personas que se acercan a pedirme perdón «por haber hablado mal de usted», dicen.
Mi pregunta inmediata siempre es qué fue lo que le hice.
Y la recurrente respuesta siempre es la misma: «Usted no me ha hecho nada. Pero no compartía la manera en que usted predica».
Tan sencillo y letal como eso. Como no estoy de acuerdo con lo que haces, y la idea o la forma en que Dios te usa no es la manera en que yo creo que debería hacerse, disfrazo mi desagrado de reverencia con la trillada frase «no comparto».
Aquellos comentarios y la falta de apoyo de la gran mayoría del liderazgo, recuerdo que eran inmensos trozos de arena que se metían por cada hueco de mi corazón. Pasaba horas orando y preguntándole al Señor cuándo llegaría el día en que verían la mano de Dios en nuestro ministerio.
En varias ocasiones, fui invitado a predicar a la Catedral de Cristal de Los Angeles, California, donde hasta hace unos años, el área latina era pastoreada por el reverendo Juan Carlos Ortiz. El es, a mi humilde criterio y el de muchos otros, uno de los mejores oradores que la iglesia ha tenido en mucho tiempo. Ha escrito decenas de libros, tan innovadores como desafiantes. Y lo que es mejor y me llena de honra, me considera uno de sus amigos.
Cada vez que llegaba a su iglesia, el me hacía la misma pregunta de rigor:
-Ya hiciste tu lista de los que no te quieren?, es algo que tarde o temprano, tendrás que decidir.
Y luego de lanzarme semejante frase, seguía escribiendo el cronograma del servicio en su computadora.
Juan Carlos opina que el día que decides con quienes quieres tener éxito, ése mismo día, implícitamente, decides con qué grupo vas a fracasar.
-Aunque lo intentes, jamás podrás agradarle a todo el mundo -decía- si Dios te llamó a los jóvenes, enfócate en ellos, visualiza tu norte, y no escuches a quienes no comparten lo que el Señor te ha enviado a hacer.
-Y qué hago con aquellos que se empeñan en dejarme fuera de su círculo?
-le pregunté completamente intrigado. Alguien que piensa tan evolucionadamente, debe tener una respuesta sabia a mi cuestionamiento.
-Pues, eso no es un problema, haz tú, un círculo más grande que el de ellos, y mételos adentro!
Esa sí que es una gema escondida. Regresé de Los Angeles con dos premisas, mis dos nuevos estandartes para salir del desierto ministerial:
No oiría las críticas del grupo al que no fui llamado a agradar, y haría mi propio círculo más grande.
Antes de subir al avión, Juan Carlos me contó que durante años el mismo fue resistido por varias organizaciones religiosas. Y que un hombre en particular, se empeñó en perseguirlo y murmurar en su contra.
Un día, le planteó su problema al Señor. Y El le dijo que aunque no lo quisiera a Juan Carlos, éste hombre sí amaba a Dios.
Así que, mi estimado amigo, decidió abrir su círculo. Y durante años enteros, en su viaje a la Argentina, se propuso visitar a su enemigo íntimo. Las primeras veces, durante varios y extensos años, no fue recibido.
-No importa -decía Ortiz- dígale que estuve y que le dejo mis saludos. Regresaré el año entrante.
Y lo hizo durante casi una década. Hasta que finalmente, la puerta se abrió, y no salió ni la esposa ni el ama de llaves. Sino aquel que no aceptaba las formas de Juan Carlos, ni sus dogmas y mucho menos, su «escandalosa doctrina».
-Vas a seguir viniendo? -le preguntó.
– Por supuesto, aunque no me quieras, tú si estás dentro de mi círculo.
Y obviamente, a partir de ese momento, se transformaron en grandes amigos y colegas ministeriales.
Se que es difícil lograr la aceptación en el inmenso y multiforme reino de Dios, pero el desierto nunca fue un sitio para sacarse fotografías. Normalmente, nunca encuentras a nadie que quiera retratarte.
Recién a fines del año 1999, los respetados líderes de mi nación comenzaron a asistir a nuestras cruzadas y a darnos su apoyo oficial. El cierre de un gran tour evangelístico que realizamos en todo el país, tuvo como marco el estadio Boca Juniors, donde se dieron cita unas setenta mil personas, y cientos de pastores estaban allí, llevando a sus jóvenes y participando de la fiesta.
Afortunadamente, hoy puedo decir que estoy rodeado de muy buenos amigos, entre líderes y pastores, que oran por nuestras vidas y nos apoyan incondicionalmente.
Pero aún más que todo eso, me bendice el saber que mi paso por el desierto de la incomprensión no fue en vano. Las arenas, siempre logran madurarte.
Autor: Dante Gebel
Adaptado de «Las arenas del alma»
(Editorial Vida-Zondervan)