La noche del día

La noche del día

A mediados del año 1999, sucedió algo muy particular que estuvo a punto de arrojarme a una noche eterna de depresión profunda. Una tranquila mañana fue interrumpida con el llamado telefónico de un pastor que tenía la “primicia” de una falsa acusación en mi contra.
Se trataba de una carta que un periodista del ámbito secular había escrito, poniendo en tela de juicio mi integridad personal.
-Es increíble lo que dicen de tu persona -decía mi interlocutor ocasional- de hecho, -agregó- estoy pasando por telefax y correo electrónico esta carta a todos los ministerios que puedo y a los medios de comunicación. Es bueno que todos estemos enterados. -concluyó sonriendo.

Aunque no comprendía las razones por las cuales un periodista se había dedicado a murmurar en mi contra, mucho menos entendía la morbosidad de este hombre en querer divulgar una mentira. Quizá se trataba de un cóctel de celos y envidia. O tal vez, lo hacía por ignorancia.
Lo que sea, me arrojó sobre la alfombra de la habitación en un profundo estado de tristeza.
Durante muchos años, había oído hablar acerca de la bienaventuranza que significaba cuando alguien hablaba mal de uno, mintiendo. Pero en aquel entonces, me sentía de cualquier manera, menos bienaventurado.
Tenía cientos de preguntas para hacerle al Señor.
Quería presentar una denuncia formal en el libro de quejas del Reino.
Imaginé que alguien iba a defenderme o poner la cara por mí.
Soñé con un castigo ejemplar de parte de Dios para el que había inventado la murmuración, y una tortura peor para el que la estaba divulgando.
Como sea, y aunque obviamente nada de esto ocurrió, tuve la peor noche de mi día. Y que claro está, como te imaginarás, no culminó con el amanecer.
Estaba muy enojado, molesto y dolido, como para que sólo durara una noche de insomnio. Y en lugar de atravesar la situación, decidí perpetuar el problema. Agigantar la crisis por mi propia cuenta.

Es increíble observar a la gran cantidad de gente que hace exactamente lo mismo. Y hasta quizás, hayas hecho algo similar alguna vez.
Lees y re lees una y otra vez el diagnóstico del médico.
Te aprendes casi de memoria las palabras con las que ese amigo te ofendió.
Re editas esas amargas imágenes del momento en que te faltaron el respeto.
Vuelves, mentalmente, a ese sitio donde juraste que no querías regresar.
Te levantas por las madrugadas, sólo para volver a leer ese telegrama.
Rebobinas la cinta de la contestadota, con la sola razón de escuchar una vez más esos inmerecidos insultos, mientras dices entre dientes que no puedes creerlo, después de todo lo que hiciste por él.
Decides, sin razón y aunque te duela, hacer eterna la peor noche de tu alma.
Recuerdo que fue mi esposa quien, luego de varias semanas, me regresó al mundo real, y por sobre todo, al espiritual.
-No tienes razón para sentirte triste -dijo- se trata de una mentira infundada que no va a prosperar, y como tal, tendrá que diluirse. Al Señor le sucedieron cosas peores y siguió adelante. Por otra parte -agregó- El no murió en la cruz para mantener a salvo tu reputación. Sino por amor a sus hijos. Nunca te aseguró que todos iban a quererte.

Se lo que estás pensando en este mismo instante. Que tuve la fortuna de casarme con una mujer muy sabia. Y estoy plenamente de acuerdo.
Esas sencillas frases lograron que determinara a ponerme en pié. Que iba a trabajar más que nunca e iba a levantarme, como Abraham, muy temprano, para dar por finalizada mi noche. Lo que sea, iba a enfrentarlo.

Pero no creas que no te comprendo. Sé de esa manía de re editar imágenes que sólo lastiman y empeoran la prueba.
Mira a Pedro esconderse entre las sombras de su propia vergüenza. No es la traición lo que más le duele. Son las palabras del Maestro, replicando en su mente como un martillo.
-Antes del amanecer, me traicionarás.
De no ser porque el Maestro lo envía a buscar, Pedro podría seguir viviendo en su eterna noche privada.
La noche del día en que traicionó a quien decía amar.
La noche del día en que se volvió un cobarde.
La noche del día en que dejó de ser un amigo incondicional para transformarse en un vil traidor.

Creo que por la mañana, Pedro tampoco tiene ánimo para quitarse el pijama. Tal vez ni siquiera se peine o se lave la cara. No le encuentra el sentido al tener que salir a la calle. Ya no le quedan motivos valederos para levantarse temprano a luchar.
Esas palabras, aquel momento, esa noche. Todas parecen ser razones para estar deprimido. Por eso, el Señor lo envía a llamar.
-Díganle a todos, y a Pedro, que acabo de resucitar -dice el Maestro.

Es que cuando dejas de ser un niño, y regresas a la peor noche de tu vida, te das cuenta que la crisis no era tan grave.
Posiblemente, todo aquello que alguna vez te afligió, al igual que Pedro, algún día sólo forme parte de una simple anécdota del pasado.
Es que todas las grandes crisis, se ven pequeñas, cuando tú creces.

Autor: Dante Gebel
Adaptado de “Las arenas del alma”
(Editorial Vida-Zondervan)

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